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Libro que les recomiendo mucho es éste "Muerte en el Nilo", es de mi escritora favorita Agatha Christie.

Sinopsis:

Linnet Doyle lo tiene todo: belleza, riqueza, amor... Y un viaje por el Nilo para disfrutar de su luna de miel. Pero, tras esta aparente plenitud, muchos peligros la acechan: los incontrolables celos de su amiga, los intereses económicos de sus tutores, la ambición de los ladrones de joyas... Poco a poco, el crimen se va perfilando como algo inevitable, y Linnet aparece asesinada en su camarote.
Poirot, que pensaba pasar unos días de vacaciones por el Nilo, se verá envuelto en este peculiar caso en el que saldrá a la luz más de un asunto tenebroso, pero en el que también hay un lugar para los acontecimientos felices.

Capitulo 1

—¡Linnet Ridgeway!
—¡Es ella misma! —dijo el señor Burnaby, propietario de «Las Tres

Coronas», dirigiéndose a su compañero.

Ambos se quedaron mirando fijamente, con los ojos formando un círculo y

la boca ligeramente entreabierta.

Un «Rolls Royce», rojo y sinuoso, acababa de detenerse frente a la oficina

de Correos local.

Una muchacha se apeó del automóvil, una muchacha tocada con sombrero

y luciendo un vestido que parecía —sólo parecía— sencillísimo. Una

muchacha de cabello dorado y rasgos autoritarios. Una muchacha de formas

encantadoras. Una muchacha como se veían pocas en Malton-Under-Wode.

Con paso imperioso penetró en la oficina de Correos.

—¡Es ella! —repitió de nuevo el señor Burnaby. Y continuó en voz baja,

en tono confidencial—: ¡Posee millones…! Se gastará aquí miles y miles de

dólares. Hará construir piscinas, jardines italianos y una sala de baile. Hará

derribar la mitad de la casa y la volverá a edificar.

—Traerá dinero a la ciudad —dijo su compañero.

Éste era un individuo flaco. Hablaba con tono gruñón en que se advertía

algo de envidia.

El señor Burnaby parecía estar complacidísimo.

—Sí, es una suerte para Malton-Under-Wode. Una gran suerte.

El señor Burnaby asintió, moviendo la cabeza.

—¡Qué diferencia con sir Jorge! —exclamó el otro.
—Los caballos tuvieron la culpa —aseguró su compañero, con indulgencia

—. Nunca tuvo suerte.

—¿Cuánto se gastó él en esto?

—Apenas unos sesenta mil dólares, según dicen.

El hombre delgado dejó escapar un silbido.

—Y se asegura que ella se habrá gastado sesenta mil antes de acabar.

—¡Maldita sea! —dijo el hombre delgado—. ¿De dónde ha sacado tanto

dinero?

—De América, por lo que yo he oído. Su madre era hija única de uno de

esos groseros millonarios. Como en las películas, ¿sabe?

La muchacha salió de la oficina de Correos y subió al coche.

El hombre delgado la devoró con la mirada mientras ella emprendía la

marcha, y murmuró entre dientes:

—No me parece justo que sea tan guapa. Dinero y belleza… es demasiado.

Cuando una joven es tan rica como ésa, no tiene derecho a ser bella al mismo

tiempo… Y ella es bella al mismo tiempo… ¡Y ella es bella de verdad…!

Tiene todo lo que puede apetecer una mujer… ¡No es justo!

Extracto de la página de sociedad del Daily Blague:

«Entre los asistentes a la cena en “Chez Ma Tante” tuve ocasión de admirar

la belleza de Linnet Ridgeway. A su lado estaban la distinguida señorita Juana

Southwood, lord Windleshaw y el señor Tobías Bryce. La señorita Ridgeway,

como nadie ignora, es hija de Melhuish Ridgeway y de Ana Hartz. Hereda de

su abuelo, Leopoldo Hartz, una inmensa fortuna. La encantadora Linnet es la

sensación del momento; se rumorea que en breve se hará público un noviazgo.

¡Lord Windleshaw parecía, en efecto, muy entusiasmado!».

La distinguida señorita Juana Southwood dijo:

—Querida, creo que todo esto va a ser sencillamente maravilloso.

Estaba sentada en el dormitorio de Linnet Ridgeway, en Wode Hall. Desde

la ventana contemplaba los jardines a sus pies y, más allá, veíase el campo

abierto enmarcado por las sombras azules de los bosques.

—Es estupendo esto, ¿verdad? —dijo Linnet.

Apoyó los brazos sobre el antepecho de la ventana. Tenía una expresión

ardiente, vivaracha, dinámica. A su lado, Juana Southwood parecía, en cierto

modo, algo oscurecida. Era una dama joven, de veintisiete años, con un rostro

largo e inteligente y cejas depiladas caprichosamente.
—¿Y has hecho todo esto en tan poco tiempo? Habrás empleado un gran

número de arquitectos y además…

—Tres.

—¿Cómo son los arquitectos? No creo haber visto ninguno.

—Estaban bien. A veces los encontraba poco prácticos.

—Querida. ¡Eres encantadora! ¡Tú sí que eres práctica!

Juana cogió una sarta de perlas del tocador.

—Supongo que serán auténticas, ¿verdad, Linnet?

—Naturalmente.

—Esto te parecerá natural a ti, querida, pero no a todo el mundo. Por

mucha cultura que posean o aunque se llamasen Woolworth. Amiga mía,

parece increíble que estén unidas tan artísticamente. Deben valer una fortuna

fabulosa.

—Unas cincuenta mil libras esterlinas a lo más.

—Es una cantidad bastante importante. ¿No tienes miedo de que te las

roben?

—No. Las llevo siempre encima… Además están aseguradas.

—Déjame que las luzca en la comida. ¿Quieres, querida?

Linnet esbozó una sonrisa.

—Naturalmente. Si esto te agrada…

—¿Sabes, Linnet? Te envidio, realmente. Tú tienes todo cuanto se te

antoja. Hete aquí a los veinte años dueña absoluta de tus propias acciones, con

todo el dinero que deseas, belleza y una salud soberbia. ¡Tienes hasta talento!

¿Cuándo cumples los veintiuno?

—En junio próximo. Daré una fiesta de cumpleaños en Londres.

Sonó el teléfono y Linnet acudió presurosa.

—¡Diga…! ¡Diga!

—La señorita de Bellefort desea hablar con usted. ¿Le paso la

comunicación?

—¿Bellefort…? ¡Oh, claro que sí!

Oyóse un chasquido e inmediatamente después una voz de ardiente tono,

dulce y apresurada, se dejó oír.

—¡Oiga…! ¿Es la señorita Ridgeway? ¿Linnet?
—¡Jacqueline, querida…! Ya hacía un siglo que no sabía nada de ti.

—En efecto, querida amiga… ¡Es terrible lo que me ocurre…! ¡Tengo que

verte inmediatamente!

—¿No puedes venir aquí? Quiero enseñarte un juguete nuevo.

—Me gustaría mucho.

—Bueno, pues cuando quieras, en tren… en coche.

—Iré en seguida. Tengo un dos asientos bastante usado. Lo compré por

quince libras y hay días en que marcha estupendamente. Pero tiene sus rarezas.

Si no he llegado a la hora del té, es que mi coche ha tenido una de sus rarezas.

¡Hasta luego, querida!

Linnet colgó el receptor. Regresó junto a Juana.

—Es mi antigua amiga Jacqueline de Bellefort. Estuvimos juntas en un

colegio, en París. Ha tenido siempre una mala suerte terrible. Su padre es un

conde francés, su madre americana… del Sur. Luego su progenitor se fugó con

otra mujer y su pobre madre perdió hasta el último céntimo en la quiebra de

Wall Street. Jacqueline quedó completamente arruinada. No sé cómo se las

habrá arreglado para pasar estos dos años.

Juana estaba ocupada en pulir sus uñas de un color rojo sangriento con el

polissoir de su amiga. Se hizo hacia atrás en la silla, con la mano extendida,

para contemplar el efecto de su obra.

—Querida —dijo arrastrando las palabras—, ¿no crees que eso es

demasiado aburrido? Si alguna de mis amigas tuviese una desgracia, yo la

abandonaría inmediatamente. A primera vista parece inhumano, pero nos evita

un gran número de molestias futuras. Luego te pedirían dinero prestado o te

harían acompañarlas a una tienda de modas donde no tendrías más remedio

que pagar los trajes que eligiesen. O pintarían pantallas horribles que tú te

verías obligada a adquirir. O te harían corbatas de punto.

—Entonces, si yo perdiese mi dinero…, ¿me abandonarías mañana

mismo?

—Sí, querida, lo haría. ¡No podrás decir que no soy franca! Sólo me gusta

la gente que triunfa. Y lo mismo le pasa a todo el mundo, con la diferencia de

que ellos son más hipócritas y no quieren confesarlo. Dicen, por ejemplo, que

no pueden aguantar más a María, a Emilia o a Pamela. Sus sufrimientos la

hacen tan amargada y tan peculiar… ¡Pobre chica!

—¡Qué cruel eres, Juana!

—Soy positiva, como todo el mundo.
—Yo no soy positiva.

—Tú tienes tus razones. No hay motivo para ser mezquina cuando se

tienen apoderados jóvenes y bien parecidos que te envían tus enormes rentas

cada cuatro meses.

—Y tú te equivocas respecto a Jacqueline —dijo Linnet—. Ella no es

ninguna pedigüeña. Por el contrario, he querido ayudarla varias veces y no me

lo ha permitido. Es tan orgullosa como el diablo.

—¡Pero ahora tenía tanta prisa en hablarte! ¡Apostaría que piensa pedirte

algo! Ya lo verás.

—Parecía excitada por algo —admitió Linnet—. Jacqueline ha sido

siempre excesivamente impulsiva. Una vez le clavó un cortaplumas a alguien.

—¡Querida, eso es estupendo!

—Fue a un chico que martirizaba a un pobre perro. Jacqueline intentó

convencerle para que dejase en paz al desgraciado animal. Él no le hizo caso.

Entonces ella le empujó con todas sus fuerzas, pero él la aventajaba en vigor y

no cedió. Entonces Jacqueline sacó un cortaplumas y se lo clavó hasta la

empuñadura. Fue una escena horrorosa.

—Eso iba yo a decirte. ¡Parece peligrosa la chica!

La doncella de Linnet entró en la habitación. Murmurando unas palabras

de excusa, tomó un vestido del armario y volvió a salir.

—¿Qué le pasa a María? —preguntó Juana—. Parece que ha estado

llorando.

—Pobrecita. ¿No te dije que quería casarse con un individuo que tenía un

empleo en Egipto? Ella no sabía gran cosa de él y yo pensé que sería

conveniente cerciorarme de sus buenas intenciones. Pues bien, hice practicar

averiguaciones y resulta que el angelito estaba ya casado y tenía tres hijos.

—¡Cuántos enemigos debes tener, Linnet!

—¿Enemigos? —Linnet parecía sorprendida.

Juana insistió con un movimiento de cabeza y cogió un cigarrillo.

—¡Enemigos querida! ¡Eres tan devastadoramente inteligente! Además

eres excesivamente bondadosa y haces todas las buenas acciones que puedes.

Linnet rio de todo corazón.

—¡No tengo un solo enemigo en todo el mundo!

Lord Windleshaw estaba sentado bajo el cedro del jardín. Sus ojos

acariciaban las graciosas proporciones de Wode Hall. No había nada que contrastase desagradablemente en sus líneas de antiguo estilo. Los edificios

nuevos y los ensanches estaban fuera de la vista por alzarse al otro lado de la

esquina. Constituía una visión apacible y bella bañada por la luz de un sol de

otoño. Sin embargo, al contemplarlo, no le parecía ver Wode Hall. Lo que

admiraba Carlos Windleshaw era una mansión magnífica de puro estilo

isabelino, con un parque de gran extensión y un fondo muy sombrío… La

residencia habitual de su familia, Charltonbury, y en primer plano se destacaba

la figura de una muchacha de cabello brillante color de oro y una expresión

ardiente y confiada… ¡Linnet sería la dueña de Charltonbury!

Estaba muy esperanzado… Su negativa no había sido definitiva… Fue tan

sólo una petición de plazo… Bien, podía esperar algo más.

¡Cuán conveniente era todo para él! Indudablemente se casaba por dinero,

pero no le era tan necesario que tuviese que posponer a todo aquello sus

propios sentimientos. Además, amaba a Linnet. Habría deseado hacerla su

esposa, aunque se hubiese tratado de una mendiga en vez de ser la mujer más

rica de Inglaterra. Pero afortunadamente era la mujer más rica del Reino

Unido… Su cerebro elaboraba sin cesar planes para lo futuro. Tal vez llegaría

a poseer el condado de Rozdale, restauraría toda el ala derecha del edificio, no

tendría necesidad de alquilar sus cotos de caza de Escocia…

Carlos Windleshaw soñaba al sol…

Eran las cuatro en punto cuando el desvencijado dos asientos se detuvo con

un ruido de arena aplastada. Una muchacha saltó del coche, una criatura

esbelta, elegante, con una gran cabellera oscura. Subió apresuradamente los

escalones y llamó al timbre.

Pocos minutos más tarde fue conducida al suntuoso gabinete y un

mayordomo de aspecto eclesiástico anunció con grave entonación:

—¡La señorita de Bellefort!

—¡Linnet!

—¡Jacqueline!

Windleshaw se apartó a un lado, observando con simpatía aquella figurita

orgullosa que se lanzó con los brazos abiertos sobre Linnet.

—Lord Windleshaw… La señorita de Bellefort… Mi mejor amiga.

Una criatura monísima, pensó él… No guapa, en realidad, pero

decididamente atractiva con aquella mata de pelo oscuro y rizado y aquellos

ojos enormes. Murmuró unas cuantas naderías corteses y se marchó, para

dejarlas solas. Jacqueline hizo sonar una castañeta… un gesto que según

Linnet lo recordaba, le era característico.

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